“Hoy cumplo 25 años. Hace 25 años, en la ciudad donde nací ocurrió una catástrofe que cambió el mundo. Fue un accidente en una central nuclear que debía dar electricidad a mis familiares, a mi ciudad, a mi país. La peor catástrofe de la historia de la humanidad. Perdí mi casa, que en realidad nunca fue mía. Perdí mi patria. Desde que hago uso de la razón vivo a la sombra de Chernóbyl. Ya estoy acostumbrado. Casi lo olvidé. Pero hoy me desperté y me di cuenta de que había llegado la hora de responder a la pregunta ¿Cómo hay que vivir para que no queden después de ti ciudades muertas?”.
Iván Serguienko nació en la ciudad de Chernóbyl, ciudad en la que jamás pudo vivir. El 26 de abril de 1986 la vida de los habitantes de esa urbe se dividió en un antes y un después. La potente explosión que ocurrió en la central nuclear liberó enormes cantidades de material radiactivo, arrojando a la atmósfera 50 millones de curios de radiación equivalentes a 500 bombas de Hiroshima. Ante la gravedad de los acontecimientos, más de 100.000 personas tuvieron que ser evacuadas de la zona. No les permitieron llevarse sus cosas personales ni a sus mascotas. Tenían solo unas horas para agarrar lo fundamental y abandonar la ciudad a la cual no volverían nunca más. Tras 25 años de la tragedia el recuerdo sigue vivo. RT les presenta algunos testimonios de los habitantes de esa ciudad fantasma.
Alexéi Démchenko, uno de los empleados de la central nuclear de Chernóbyl
“La explosión ocurrió en la noche del 25 al 26 de abril. Yo me fui a trabajar, me desempeñé como operador en el segundo bloque de energía. De repente se apagó la luz, se prendió la iluminación de emergencia. Sentimos olor a quemado, un gusto de metal en la boca. Por el altoparlante se anunció que nos pusiéramos las mascarillas. No sabíamos que había sucedido. En una hora llegó el jefe del taller y un ingeniero. Nos dijeron que había ocurrido algo terrible. Tres de los operadores fueron enviados a las labores de rescate, a salvar gente. Nosotros nos quedamos. Cuando volvieron nuestros colegas empezaron a vomitar y ahí nos dimos cuenta de que les quedaba poco. En ese día muchos perdieron la vida. De nuestro turno no quedó nadie, solo yo. No hubo pánico en la estación, pero nos sentimos como perdidos… Los bomberos hacían su trabajo, pero luego resultó que no se podía echar agua directamente al reactor. Es que el agua absorbe los neutrones y aumenta la reacción nuclear. No me puedo olvidar de aquellos que dieron sus vidas por salvar a la gente. Sasha Dóbnikov, piloto de helicóptero, junto con su equipo, estuvo justo en la zona del reactor ardiente, tratando de apagar el incendio con arena y caucho líquido. El helicóptero se calentaba hasta 70 grados y todos ellos recibieron dosis mortales. Sasha inventó los denominados 'calzoncillos de plomo'. Se envolvían en plomo para disminuir el efecto de la radiación. En el hospital no se le podía mirar a Sasha sin lágrimas: un hombre hermoso se moría ante tus ojos, la carne se separaba de sus huesos…”
Nadezhda Démchenko, habitante de Chernóbyl
“Esa noche estaba volviendo a casa desde la fábrica en la que trabajaba. Nos sentamos con una amiga en un banco y de repente vimos un rayo en el cielo. Me fui a casa, empezó a sonar el teléfono. Me llamó una conocida mía para decir que había visto llamas cerca de la estación. Y allí trabajaba mi marido. Llamé a la estación y él me dijo que no sabía nada, pero me aconsejó que cerrara las ventanas. A la mañana siguiente nuestros hijos fueron a la escuela pero volvieron en una hora. Les dieron pastillas de yodo y los mandaron a casa. Al otro día se declaró la evacuación. Nadie sabía adónde nos llevaban. Vimos camiones de ambulancia en las carreteras. Fue terrible. A duras penas llegué hasta Kiev, fui con los dos hijos al aeropuerto para conseguir pasajes y sacarlos de la zona. Las colas eran interminables. Estuve esperando mi turno unas 24 horas… y no conseguí nada. No había pasajes. Cuatro meses después de la tragedia volví a Chernóbyl para buscar los documentos que habíamos dejado allí. Me recibió un silencio mortal. Las casas estaban vacías, las calles cubiertas de musgo, la ropa que había estado colgada desde aquel día se puso toda negra de polvo. Cuando entré al edificio en el que habíamos vivido vi la puerta del departamento de los vecinos… estaba toda arañada por las garras de un animal. Los vecinos tenían un perro. Se ve que el pobre pedía que le dejaran entrar, pero los dueños se fueron y lo dejaron allí… a morir. Si me hubieran escuchado en aquel momento. Estuve histérica. Así se llora solo cuando se muere alguien”.
Alexánder Aidin, uno de los "liquidadores" de la catástrofe
“Dos días después del accidente, cuando en la ciudad aún se podía encontrar a uno que otro habitante, Chernóbyl parecía una urbe común y corriente, tranquila, verde y acogedora. Pero ya el 8 de mayo el silencio y la tranquilidad se tornaron espantosos. La ciudad se murió. Esa impresión se reforzaba con la llegada de la noche. Nos encontrábamos en un mundo fantástico, cuyos habitantes habían sido llevados por una fuerza desconocida. Las casas permanecían cerradas… ni una luz se veía. Los únicos inquilinos de esa ciudad eran las múltiples mascotas: perros, gatos, liebres, que miraban con curiosidad o con esperanza a los pocos transeúntes… a ver si alguno de ellos era su dueño. Los perros ya casi no aullaban. Algunos estaban atados, parece que los dueños esperaban regresar pronto. Descarnados, con los ojos llenos de lágrimas, sólo podían gruñir. El 10 de mayo los equipos de rescate especiales mataron a todos los perros y gatos y los sepultaron en las afueras de la ciudad para evitar una posible propagación de enfermedades”.
Nadezhda Udovenko, ayudó a evacuar a los habitantes
“Trabajé como portera en un albergue. El sábado se celebró un casamiento allí y a la mañana del domingo regresó de la estación el marido de una colega y nos contó sobre el accidente. Nos pusimos las fundas en las cabezas y empezamos a ayudar a la gente a entrar en los colectivos que habían llegado para evacuarnos. En la ciudad estaba pasando algo increíble: la gente tiraba sus cosas de las ventanas, todo estaba cubierto de vidrios rotos, pedazos de muebles, papeles. En un momento perdimos todo. Algunos incluso perdieron a sus seres queridos. Me acuerdo que al salir de mi departamento no sabía qué cosas llevar. Entonces metí en mi bolso lo primero que vi: tizas de colores. En aquel momento pensé que no podría salir sin ellos. Y mi vecino llenó su mochila de camisas de nailon, pasadas de moda hacía mucho tiempo”.
Veinte y cinco años después de la catástrofe la ciudad permanece en silencio. Pero los ciudadanos siguen recordando su hogar. Se reúnen en un sitio web dedicado a la ciudad. Allí suben fotos de épocas anteriores al desastre e imágenes más recientes, escriben sus memorias, comparten sus recuerdos. Y se aseguran a sí mismos: “La ciudad no cambió. Sigue siendo la misma, iluminada por el sol primaveral; la de antes. Pero se está arruinando siguiendo sus propias leyes. No es muerte: Chernóbyl está pasando de un período de su vida a otro, el que la lleva a la inmortalidad”.
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